domenica 24 ottobre 2010

Homilía del domingo 24 de octubre

Domingo XXX C
Evangelio San Lucas 18,9-14

La palabra de Dios proclamada es esta liturgia del Domingo 30 del tiempo ordinario, nos invita a revisar cómo es nuestra relación con Dios -vida de oración- y cómo es la relación con nuestros hermanos. Tengamos presente que la contemplación de las cosas divinas y unión con Dios en la oración debe ser el primer y principal deber de todos los religiosos (c. 663). Una oración que, tampoco podemos olvidar en este Domingo mundial de la Propagación de la fe (DOMUND), “con misteriosa fecundidad apostólica, dilata el Pueblo de Dios, y se hace solidaria de los hombres, especialmente de los pobres y marginados” (C 38).

La parábola que acabamos de proclamar es una fuerte llamada a la conversión. Jesús compara dos tipos de persona, dos actitudes, dos formas de oración. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo y que mira por encima a los demás. Cuando proclamamos la palabra de Dios en la Eucaristía no lo hacemos para conocer lo sucedido hace dos mil años, sino porque queremos que sea palabra viva hoy para nosotros. Por eso es inevitable que al acoger esta Palabra nos veamos confrontados: ¿Dónde estamos retratados: en el fariseo o en el publicano?

El fariseo es una buena persona, cumple mejor que nadie: ayuna más de lo que manda la ley, da más diezmos de los que le exige la ley; ni roba ni mata. No tenemos por qué dudar de lo que dice. Comienza su oración dando gracias a Dios por lo bueno que es él, no por lo bueno que es Dios, y termina despreciando a los demás. Piensa que todo en él es bueno. Y no se da cuenta de que no tenía amor a nadie, ni a Dios, ni al prójimo y que su oración está corrompida.

Ve el mal fuera de él. Los demás son injustos, adúlteros y ladrones, los otros son los que no cumplen. Se siente seguro y salvado por sus propios méritos. Poco ama, y está lleno de su propia santidad.

El publicano, considerado doblemente pecador -por ser mala gente y por recaudar impuestos para Roma- expresa su relación con Dios con una sencilla súplica repetida varias veces, mientras se da golpes en el pecho: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”. En su inmensa pobreza sólo en Dios puede encontrar su salvación.

Jesús alabó al publicano. Desde luego Jesús no nos invita a ser pecadores para tener así buena acogida ante Dios. Jesús nos está invitando a descubrir que somos amados por la fragilidad y no por la excesiva piedad; nos pide seamos humildes, y no presentarnos ante Dios (ni tampoco ante los demás) pregonando nuestras virtudes y nuestras buenas obras. Quien se cree rico no pide nada; quien se cree sabio no pregunta nada. Quien se sabe perfecto, no tiene que pedir perdón por nada. Sin embargo, “Dios no se deja impresionar por las apariencias… la oración del humilde atraviesa las nubes” (I Lectura).

Resonando todavía el eco de la celebración de la solemnidad de nuestro santo padre y fundador, podemos recordar sus palabras, cuando escribe que “hay que cooperar a la divina llamada atendiendo al ejercicio de las virtudes, en especial la humildad de corazón. Y esta ciencia altísima se aprende a los pies del Crucifijo en la santa oración” (L II, 7). La importancia de esta virtud radica en que la verdadera humildad “es una cadena de oro que trae consigo todas las otras virtudes” (L II, 367). Aunque al mismo tiempo Pablo de la Cruz nos advierte que “un granito de soberbia basta para arruinar una gran montaña de santidad” (L I, 117).

La Virgen María, en su Magnificat, se presenta no como el centro de todo, sino como el objeto de la misericordia de Dios: “ha hecho en mí cosas grandes… ha mirado la humildad de su sierva”. También ella formula casi igual que luego lo hará su Hijo, Jesucristo, las preferencias de Dios: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”.

En contraste con estas reflexiones pareciera estar la actitud del apóstol san Pablo, haciendo gala de sus propios méritos: “He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida”. Sabemos que Pablo no exagera al resumir así todas sus aventuras y sus sufrimientos por Cristo. Pablo predica que de gloriarse en algo en su vida, debe ser en la Cruz de Cristo. Por eso reconoce que ese premio que Dios le prepara no es sólo para él: “y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida”. Y lo que es más importante: reconoce que “el Señor me ayudó y me dio fuerzas… él me libró de la boca del león”. El apóstol no cae en la autosuficiencia, sino en la gratitud ante lo que Dios le ha permitido hacer para bien de las comunidades cristianas y para la evangelización del mundo.

Hoy nosotros, reunidos como Sínodo General de la Congregación, somos invitados también a reconocer lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros. Somos conscientes de que el camino de la reestructuración no es fácil y de que este camino, sin un renovado impulso espiritual no vamos a poder realizarlo. Son muchas las ataduras de las que tenemos que librarnos para poder ser realmente libres y con corazón humilde ponernos en las manos de Señor. Tal vez, como al fariseo se nos pida librarnos incluso de la letra de la ley para poder ser fieles al espíritu de la ley.

En medio de las incertidumbres, lo que tenemos cierto, como el apóstol Pablo, es que, mirando al futuro, “el Señor seguirá librándonos de todos los peligros y nos llevará salvos a su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.

P. Antonio Munduate

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